Blanca Enfedaque
21 de enero de 2015
Nadie como él
puede entender mejor a sus clientes: los presos políticos saharauis.
Éste abogado, que fue secuestrado durante 16 años, desarrolla su
actividad profesional en un estado ocupado, el Sahara Occidental.
Mohamed Fadel Leili se licenció en Derecho tras haber sufrido esta
desaparición forzosa en cárceles secretas junto con toda su familia.
Tras su liberación retomó su vida en el mismo punto donde se la robaron y
completó sus estudios. Actualmente prepara su doctorado en Derecho
Internacional, especializado en los conflictos de fronteras en África ante el Tribunal Internacional de La Haya.
Hoy
ha sido una jornada de trabajo extenuante y, pese a ello, su camisa no
lleva ni una arruga y conserva una sonrisa prudente en el rostro. Acaba
de volver a su despacho, junto a la avenida La Meca de El Aaiun (Sahara
Occidental) desde la sede de una asociación. Allí ha ofrecido una
formación en derechos humanos a activistas saharauis, les ha explicado a
sus compatriotas los resortes de la justicia y la legalidad
internacional para defender su causa: la independencia del pueblo
saharaui.
Pero
quizá lo más intenso del día ha sido el juicio de la mañana. Su
cliente, Abdeslam Loumadi estaba acusado de lanzar un coctel molotov a
un coche de la policía marroquí. Un delito que en el código penal de la
potencia ocupante, Marruecos, (artículos 580 y 585), puede ir con penas
desde cinco años hasta pena de muerte.
El
abogado saharaui está satisfecho: ha conseguido una condena de 10
meses. Cualquier letrado estaría exultante, eufórico. Pero Fadel Leili
no. Sabe que su cliente era inocente, pero es un preso político más. Que
las denuncias desproporcionadas son una herramienta de las fuerzas de
seguridad marroquíes, en connivencia con algunos jueces, para angustiar a
la población autóctona. Para desgastarles, para invitarles a que
abandonen el activismo.
Es
por ello que, en cualquier país democrático, cualquier sistema jurídico
se hubiera juzgado los hechos con resultado de absolución. Ni los tres
policías que el fiscal llevó como testigos, y que aseguraron no
reconocer al acusado porque el atacante llevaba un turbante tapándole la
cara, ni la confesión que la policía le obligó a firmar tras
torturarlo, han servido para ganar este juicio.
“A
veces los antecedentes de un acusado ni siquiera son considerados como
agravantes, porque los tribunales ya saben que las acusaciones no son
ciertas”, comenta Mohamed Fadel Leili.
Su
despacho, ubicado en una humilde comunidad de vecinos, es sencillo y
austero. Llaman la atención las rejas en la entrada de la puerta. Cuando
se le pregunta si ha recibido amenazas, Fadel Leili comenta que él, en
los últimos años no. “Sin embargo, mi secretaria vive en el barrio de
Matala, un lugar donde es habitual que las fuerzas de seguridad
marroquíes o los colonos tiren abajo tu puerta con cualquier pretexto”.
Ella pasa muchas horas sóla en el despacho, y tiene miedo.
Mohamed Fadel Leili forma junto con Bachir Rguibi Lahbib, Mohamed Boukhaled y Bazaid Lehmad el
equipo legal que defiende a los activistas saharauis en el Sahara
Ocupado. Su tabla de salvación en los tribunales. Son pocos los
saharauis que logran obtener un título de Derecho, puesto que Marruecos
impide desarrollar estudios superiores en el Sahara Occidental y tienen
que desplazarse a territorio marroquí. Es lo que hizo Fadel Leili en
enero de 1976, pero con un paréntesis: 16 años desaparecido. Mohamed
Fadel Leili, antes de ser abogado, fue víctima de un secuestro e interno
en diversas cárceles secretas durante 16 años, los mismos que tenía
cuando le detuvo la policía marroquí en Kenitra, a 40 km de Rabat.
Con
32 años y habiendo sufrido torturas indecibles, un trato inhumano y
habiendo visto morir a muchos amigos y familiares en la cárcel, Mohamed
Fadel Leili tomó la determinación de retomar su vida en el mismo punto
que la dejó: a punto de acceder a la carrera de Derecho.
Este es su relato sobre los dieciséis años de su desaparición forzosa:
“Mi
familia vivía en Tan Tan, pero mi hermano y yo nos habíamos desplazado a
Kenitra, para estudiar en su liceo porque en el de Tan Tan recibíamos
amenazas. En Kenitra vivía nuestro tío y, aunque estábamos internos, los
fines de semana lo visitábamos. Sin embargo, en enero de 1976
detuvieron a mi hermano, en una ola de desapariciones forzosas que se
dirigen contra los saharauis. Mi padre, mi madre, mi tío y mi tía
desaparecen el 27 de febrero del 76. Yo tenía 16 años y, aunque no tuve
contacto con mi familia, había recibido información asegurando que
estaban en la comisaría de Agadir”.
A
Fadel Leili lo trasladan a la cárcel (entonces secreta) de Derb Moulay
Cherif, junto con opositores al régimen y presos políticos. De ese
sótano recuerda la ropa que le obligaron a ponerse, llena de pulgas y
mucho más grande que él, de manera que tenía que andar siempre
agarrándose los pantalones con las manos. En ese sótano también perdió
su nombre, se lo cambiaron por el 79 o 97, no recuerda bien.
Los
guardias también están deshumanizados, no se sabe su nombre, hay que
llamar a todos “El Hash”, el jefe, para cualquier necesidad. Allí, en
Derb Moulay Cherif prueba el sabor de la tortura, largas sesiones en las
que se le interroga acerca del Frente Polisario. Le intentan sacar
información sobre su cúpula, le preguntan por El Uali Mustafa Sayed y
por otros dirigentes de este Movimiento de Liberación, entre ellos, otro
de sus hermanos: Mohamed Lamin Ahmed. “¡Claro que los recordaba! Venían
por mi casa, pero yo no era más que un niño sin ideas políticas”,
rememora.
Su
siguiente destino fue la cárcel secreta de Agdez, donde iban a parar la
mayoría de saharauis con estudios superiores, o como él, que todavía
estaban en el Liceo. Detienen a gente aleatoria, no por su relación
entre si, sino la gente que podía construir un movimiento de resistencia
a la invasión. Recuerda el día del traslado como si fuera ayer.
“Ochocientos kilómetros en furgoneta, bajo el sol abrasador de julio de
1976. Éramos diez jóvenes, esposados, vendados. Vi un destello de
humanidad en uno de los guardias que se saltó la prohibición de darnos
de comer o beber cuando nos dio un trago de agua a escondidas. Nos
reciben con torturas y nos registran. Ahí me llevé la primera sorpresa.
Mientras me inscribían leí en francés que en el registro de salidas sólo
había muertos. Es entonces cuando entiendo que estamos ahí para morir”.
Como suele decir el médico y psicólogo forense Carlos Beristain, “los
procesos represivos son muy burocráticos”. Siempre hay abundante
documentación que atestigua la cantidad y calidad del daño infligido al
enemigo.
Es
en Agdez donde consigue ver por una rendija de la celda pasar a su
hermana, a su madre y a su tía, y posteriormente a su padre. “Siento
alivio por no estar sólo, necesitaba a la familia”.
Celdas
de 5 o 6 metros cuadrados para diez personas. Habitáculos vacíos con un
suelo irregular del que asoman grandes piedras. Mantas del tamaño de
una servilleta grande para pasar las frías noches del desierto. Platos
oxidados que contienen agua caliente con una gota de aceite, en los que
flota la herrumbre o un trozo de zanahoria tan grande como la yema de un
dedo. Por la tarde, papilla de cereales que se vuelve negra al contacto
con el óxido. La anemia se instala en los cuerpos de los presos.
“Perdían la capacidad de andar, tenían los gemelos agarrotados. Los
dientes se caían y las encías estaban en carne viva, hubo muchos muertos
por desnutrición. Así que optaron por darnos cuatro o cinco dátiles al
día. Pero se los dábamos a los enfermos”. “Un día nos dieron arroz, pero
un viejo se dio cuenta de que llevaba pequeñas agujas y dio la voz de
alarma. La alegría se convierte en pesadilla”.
La
muerte sobrevuela Agdez. Los guardias les permiten realizar el rito
musulmán con los cadáveres de los compañeros. Los lavan, los envuelven
con vendas blancas y rezan por sus almas. Cada vez que los guardias se
llevan un cuerpo vuelven a entregarnos vendas y nos dicen “éstas son
para vosotros”. Cada vez que un preso muere torturan a otro para desviar
la atención de los vivos. La urgencia del sufrimiento les hace olvidar
al que ya se ha ido. “Los guardias quiebran la columna vertebral de los
cadáveres y arrojan ácido a sus caras para que no se les reconozca si
alguien descubre la fosa”.
Pero
¿cuál era el plan de las autoridades marroquíes? “Los guardias nos
cuentan que al principio vino el gobernador de la zona, Ouarzazate, y da
órdenes de que los presos mueran lentamente, se entierre los cuerpos y
se castigue duramente a los centinelas que ayuden a los saharauis.
“Todavía
no habían sido entrenados (en referencia al adiestramiento en torturas
que la CIA procuró). Los guardias de Agdez dan palizas sin control, sin
técnica, con los palos de los picos, con hojas gordas de palmera, con
botellas de cristal… De dos a doce guardias al mismo tiempo”.
Pese
a todo, Mohamed Fadel Leili y su familia sobreviven para ver una cárcel
más: Kalaat M’Gouna. “La noche más dura de mi vida”, describe rotundo,
sin dudarlo. Es octubre del año 1980. En la caja de cada camión van
atadas 25 personas, todos con el mismo rollo de cuerda, por lo que cada
movimiento o bache aprieta más las ligaduras de los otros. “Los
militares pasan por encima de nosotros, nos golpean con la culata del
rifle en la cabeza y las rodillas. Al llegar cortan la cuerda, nos tiran
de bruces desde el camión al suelo. Un compañero muere por hemorragia
interna. En Kalaat M’Gouna, las pequeñas mejoras que habíamos conseguido
en Agdez se desvanecen”.
Pero
¿y su familia? También han sido trasladados allí, les dan diez minutos a
la semana para reunirse. Normalmente, en las celdas permanecen atados
de manos y pies cuatro personas. Un nuevo miembro del clan llega a la
cárcel, su hermano menor, detenido en 1983. “Un guardia le dice un día a
mi madre que tiene un regalo para ella, y le lleva a encontrarse con
ese hijo, camino de la sala de tortura. Le advierte con una sonrisa que
ha enloquecido”. Están juntos en una sala llena de soldados. El hijo no
conoce a su madre, pero tras un rato en el que ella trata de llevarle a
recuerdos de infancia, mejora, sonríe, conecta con la realidad. En
cuanto los guardias lo ven, se lo llevan.
Y así sobrevivió su familia, hasta su liberación.
En
1991 Marruecos libera a 300 presos saharauis, entre ellos Mohammed y su
familia. Los trasladan a El Aaiún y llegan a mediodía. Por la noche
fallece su padre, tras 16 años en prisiones.
Aquí
termina el paréntesis, pero no concluye el dolor. Con 32 años vuelve al
Liceo, compartiendo pupitre con niños de 16. Tras pasar muchas penurias
económicas, consigue acceder a la Universidad de Marrakech.
Mientras,
su hermano menor, que ha mejorado psicológicamente gracias a un
tratamiento médico, desaparece. La familia emprende su búsqueda, por
gendarmerías, por hospitales… hasta que Mohammed llega a la morgue. “Me
dicen que sólo hay un cuerpo, que es de un marinero llamado Omar. Pero
yo lo quiero ver, es mi hermano. Afirman que murió ahogado mientras
hacía natación. Que se desnudó, dejó su reloj en las zapatillas y luego
el mar lo devolvió junto a su ropa. Pero su camiseta tenía marcas de
pintura, una sandalia estaba rota, tenía señales de estrangulamiento…”.
En
1996 se licenció y en el 97 aprobó su examen de acceso a la abogacía.
En 2003 obtiene un título de máster en Derecho Internacional, y
posteriormente se doctora en este ámbito, especializándose en los
conflictos de fronteras en África ante el Tribunal Internacional de La
Haya. “Hoy continúo con mi promesa de defender a los saharauis que
sufren torturas. Formo parte de un equipo de abogados que trabajamos de
manera voluntaria”.
El
papel de Mohammed Fadel Leili, junto con sus tres compañeros, está
considerado como determinante por los miembros de las asociaciones
saharauis de Derechos Humanos. Precisamente en 2011 recibieron el premio
de la Fundación Abogados de Atocha, un premio que el Consejo General de
la Abogacía Española se ha comprometido a impulsar mediante un convenio
suscrito el pasado mes de mayo.
Nadie
mejor que este equipo de cuatro abogados saharauis, tres de los cuales
han sido víctimas de desapariciones forzosas y tortura, puede entender
el sufrimiento de las personas a las que defienden. “No nos gusta nada
el sistema jurídico, pero tenemos la obligación de controlar todos sus
resortes. Sufrimos cuando vemos injusticias con el único motivo de que
los acusados son saharauis. Los jueces marroquíes cometen un delito
cuando desplazan el derecho que se debería aplicar aquí. Nuestra
experiencia como equipo de abogados es importante, la usaremos cuando
diseñemos nuestro propio sistema. Cuando el Sahara sea libre”.
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